En medio del contexto de ofertas políticas previas a las elecciones 2023, es importante meditar en la postura ética cristiana a asumir ante la coyuntura nacional. Es, a todas luces, una responsabilidad cristiana la reflexión, el análisis y el discernimiento de las decisiones a tomar y que han de incidir en la vida política del país, especialmente en la suerte de las poblaciones más abandonadas. En función de ello, nos parece interesante la breve propuesta que hace Alejandro Rivas en el artículo “Fe y política”[1], hilvanando uno de los dichos de Jesús con las dimensiones de la responsabilidad histórica de la fe cristiana:
Las palabras de Jesús, “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”, atañen a la relación entre fe y política. Por un lado, Jesús reconoce ambas esferas, señalando que tenemos deberes hacia ellas. Por otro lado, Jesús no dice qué es lo que corresponde a cada esfera. El contexto del pasaje nos indica que para el auditorio que Jesús tiene al frente, el tributo no solo era una cuestión política, sino también una cuestión religiosa. ¿Qué hacer entonces? ¿Hay cuestiones políticas que debemos cuestionar en nombre de la religión? ¿Hay cuestiones religiosas en las que debemos aceptar las soluciones que ofrece el poder político? No fue para ellos una cuestión sencilla y no lo es para nosotras y nosotros ahora. ¿Qué es lo que corresponde al César y qué es lo que le corresponde a Dios? Jesús no ofrece una respuesta y deja la cuestión abierta para que la iglesia, en cada contexto, asuma el riesgo y la responsabilidad de la interpretación. En el ámbito evangélico es posible identificar esta diversidad de interpretaciones.
Una de ellas es la indiferencia hacia lo político. Así, para una gran mayoría de evangélicos, “lo político es algo mundano’”, “La política es para las autoridades, mientras las, los creyentes deben dedicarse a la evangelización”, “Dios pone las autoridades, por lo que hay que confiar en su voluntad”. Así visto, el deber político se limita a su mínima expresión: votar en las elecciones y obedecer las leyes. Sin embargo, la indiferencia parece ir en contra de los valores cristianos en ciertos contextos particulares, por ejemplo, cuando el poder político deviene en autoritario o cuando discrimina o violenta a determinados grupos humanos. En estos casos, ¿es la indiferencia la mejor actitud?, ¿no prevalece el mal cuando las personas justas no actúan?, ¿el amor al prójimo no supone romper con el silencio cómplice?
Otra posición es el integrismo. “Debemos procurar un Estado cristiano”, “la teocracia es mejor que la democracia”, “las leyes deben basarse en la Biblia”, son ideas que reflejan esta postura. Pero el problema con el gobierno cristiano es múltiple. A diferencia de lo que Jesús hizo, se vale del poder político para instaurar el evangelio, lo cual siempre será visto como una imposición; toda teocracia implica la existencia de una élite que se precia de conocer la voluntad divina, lo que propende al autoritarismo; la tendencia de usar el poder para prohibir todo lo que cuestiona el dogma religioso puede llevar a terribles errores y retrocesos en el ámbito del saber, como ocurrió antes en el caso de la ciencia.
Una tercera posición se expresa en el conservadurismo. Aquí, el interés en la política se limita a la conservación de ciertos valores cristianos que se estiman amenazados y que se refieren a temas muy específicos. Sin embargo, esta visión puede ser contraproducente porque implica velar solo por los intereses de las y los creyentes y no por los de toda la sociedad; lidia una batalla contra grupos humanos que sufren exclusión, además, desplaza la atención que requieren las personas violentadas y excluidas, para ponerla sobre cuestiones doctrinales que solo preocupan al sector evangélico de la población.
De ahí que una cuarta postura, la cual supera los problemas anteriores, es el compromiso profético hacia lo político. Aquí, la actitud no es la de la indiferencia, sino la de la vigilancia ciudadana: un interés por influir en las decisiones políticas y por motivos muy específicos. El objetivo de esta influencia no es que las leyes reflejen la doctrina cristiana, sino la defensa de aquello que en la tradición profética se representaba bajo la figura del huérfano, la huérfana, el viudo, la viuda y la extranjera, el extranjero (Jer 7:6; Zac 7:10; Mal 3:5): el amor a lo humano. Así, el principal interés para incidir en la política es dignificar y evitar la degradación de los seres que Dios creó y amó, en especial de los que se encuentran en situación vulnerable. De esta manera, el cristianismo se pone al servicio de la sociedad y no de sí mismo.
Es importante notar que, en cualquiera de las cuatro posturas planteadas, existe una responsabilidad que no se puede eludir. Es decir que, en cualquiera de las opciones, las repercusiones son de alcances colectivos, la vida digna de todas las personas, el bienestar de la creación y el fortalecimiento del Estado de derecho. Más que elegir la figura política o el discurso verosímil, se pone en juego la vida de millones de personas a quienes se les ha vedado el derecho de alimentarse, de educarse, de trabajar, de tener salud y seguridad.
En ello, el compromiso profético de las iglesias, y de las cristianas y cristianos en general, no puede menos que procurar la vida digna tal como fue promovida por Jesucristo. Sin reinados y sin poderes privilegiados, su consigna manifestó “lo que es de Dios”, frente a “lo que es de Cesar”. En la coyuntura guatemalteca, el eco de las palabras proféticas de Jesús y de sus acciones paradigmáticas en medio de un mundo caótico, siguen siendo pertinentes.
Programa de Formación Bíblica Teológica
[1] Alejandro Rivas Alva, Apuntes teológicos sobre fe y política, Asociación Paz y Esperanza, 2022.