Por: Pastor Arnoldo Aguilar Bernardino
Mat 19:16-24 (VRV60):
Entonces vino uno y le dijo: Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna?
El le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.
Le dijo: ¿Cuáles? Y Jesús dijo: No matarás. No adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio.
Honra a tu padre y a tu madre; y, Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
El joven le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?
Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme.
Oyendo el joven esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones.
Entonces Jesús dijo a sus discípulos: De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos.
Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.
A propósito de la conmemoración del mes de la Biblia en Centro América, me atrae el diálogo entre Jesús y un representante de la moralidad religiosa del pueblo judío. Un diálogo que parte de la necesidad de heredar –al estilo hebraico- “la vida eterna”. Ante esa necesidad, la respuesta de Jesús refiere al texto sagrado: “Debes guardar los mandamientos”.
El joven tiene autoridad en cuanto a los preceptos que la ley declara. Él es alguien que ha sabido guardar la escritura: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” Estamos ante una persona “moral y tradicionalmente solvente” y respetable por cuanto tiene dominio sobre la palabra escrita, pero aún con ello busca la vida eterna. Parece ser que la vida aún le es una materia ajena.
Con todo, y de cara a la vida, Jesús –la palabra viva- le desafía a ir más allá de esos preceptos sobre los cuales el joven tiene pleno dominio. Y es que a este le falta ser perfecto, es decir “estar completo”. ¿Puede una persona que guarda la letra escrita y sus preceptos estar incompleta? Parece que ante la visión del reino de Dios la respuesta es positiva.
Cumplir con tan alta moralidad basada en las escrituras no le era suficiente en este caso. Jesús, palabra viviente, le demanda: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme”. Desprenderse para los demás, para las demás, y desprenderse para Jesús, que a la postre son equivalentes, he ahí la vida.
El encuentro con Jesús conduce la experiencia de tan respetable joven desde un punto de comodidad hacia el de la tan anhelada vida.
- De lo abstracto a lo concreto.
- De lo personal a lo colectivo
- De lo teórico a lo práctico.
- De lo cómodo a lo incómodo.
- De lo simple a lo complejo.
- De lo discreto al escándalo.
Es aquí en donde surge el choque entre la Palabra escrita – dominada y la palabra viviente (la que incide en la historia, que incomoda, que se sufre, que se lleva al campo). Una cosa era la exigencia de la letra escrita, una muy diferente la del Verbo encarnado. La primera, quizás, nunca fue tan demandante como aquella que no sólo pretende alcanzar la vida sino perderla, precisamente, para propiciar la vida de los menos afortunados. Esta es la ecuación que precede el seguimiento fiel a Jesús.
Oyendo el joven la palabra de Jesús, se fue triste, porque tenía muchas posesiones. Su negativa a hacer lo que le faltaba superó su interés primario por aspirar a la vida eterna. Tal vez esperaba otra respuesta más fácil. Tal vez algo que no afectara su patrimonio sagrado. Lamentablemente no quiso vender lo mucho que tenia pues su corazón estaba comprometido -cautivado- con sus posesiones. Ya después habría tiempo y ocasión para la vida eterna y para esa molesta Palabra viviente. De momento, el orden establecido es preferible, el rico en su “justicia”, el pobre en su miseria.
Este encuentro con la palabra viviente revela las prioridades más profundas del alma. Jesús, palabra viva, exige ir del conocimiento piadoso a la experiencia concreta, sin duda porque si la palabra no vivifica se torna irrelevante. Así nosotros como creyentes en Cristo, al meditar en esa tensión entre la palabra escrita y la Palabra viviente, podemos advertir una exigencia similar.
Nos regocijamos en que “tenemos la Biblia”, la palabra de Dios. Y eso es una innegable ventaja; es la base para el desarrollo de la experiencia cristiana. También nosotros podríamos decir: “Todo esto lo hemos guardado desde nuestra juventud”.
La tenemos, sí, la tenemos. La dominamos, y hacemos nuestra; hasta buscamos ser expertos en ella. Sin embargo, teniéndola, leyéndola, venerándola y predicándola aun distamos de ver sus frutos plenos en la faz de nuestro pueblo. Y nuestra realidad guatemalteca es un vivo ejemplo de ello. ¿Qué tanto ella se está beneficiando de que la palabra de Dios abunde? Rafael Prieto señala:
Deseamos apasionadamente dominar, queremos conquistar, dominamos cosas, dominamos la técnica, dominamos la noticia, la palabra y las ideas, dominamos a las personas, de algún modo intentaríamos dominar a Dios. Esta actitud dominadora y conquistadora origina problemas de orgullo, codicia, rivalidad. El mundo, nuestro mundo, se divide y se rompe. Es hora de cambiar dominio por respeto y cultivo.
Respiremos profundamente y pensemos en esto. Si dejamos un poco el romance que inspira nuestra posesión de la palabra de Dios, quizás podamos descubrir -no sin consternación- que aunque tenemos la Biblia, la palabra escrita de Dios, con frecuencia “ella aun no nos tiene a nosotros”. Lo confirma nuestra sociedad cristiana, que abraza y defiende la verdad de la palabra de Dios, que celebra estadísticas de propagación de la fe, que guarda la sana doctrina, pero que irónicamente, llora décadas de violencia, corrupción, hambre e insalubridad ¿es esta la buena noticia del Evangelio?
Podemos reclamar autoridad sobre el texto, su interpretación y su aplicación. Podemos sentir que logramos crecer en el conocimiento bíblico y teológico. Podemos ostentar un liderazgo bíblicamente respetable frente a otros. Pero amados y amadas hermanas “la palabra viviente es más que eso”. Es gracia recibida, es don de Dios, jamás utensilio a nuestro sabor y antojo.
Y como gracia recibida, es gracia que se da (y que urge para contribuir a la vida de quienes esperan que nuestra fe también sea acción).
En este orden de ideas la palabra viviente se resume en las palabras: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme.” Esto es lo necesario para ser completo (perfecto), lo que responde históricamente en cada contexto de la vida humana.
Esa palabra viviente no es el fin que nos edifica, sino es el medio para la edificación del pueblo del Señor, los y las que sufriendo en el camino nos desafían a vivir el amor práctico de Jesús. No hay, entonces, palabra viva, cuando ésta no trasciende el beneficio personal. Es justamente esta la que conduce a la vida plena y eterna, aquella tan anhelada por el interlocutor de Jesús.
Y si no es eso para nosotros o nosotras, tal vez tengamos que regresarnos por nuestro camino de comodidad, tristes tal vez, pero de regreso a nuestras posesiones materiales, espirituales o simbólicas.
En el nombre de Dios urgimos retomar nuestra posición frente a tan maravillosa revelación. No pretendamos el dominio y protagonismo del texto bíblico, jamás nuestros saberes serán suficientes para saciar el hambre de nuestros hermanos y hermanas. Tener la palabra no es tan bueno como que ella nos tome, nos vivifique, nos transforme, nos conduzca al trabajo por el reino de Dios en nuestra tierra. Que nos haga saltar la brecha de un punto a otro:
- De lo abstracto a lo concreto.
- De lo personal a lo colectivo
- De lo teórico a lo práctico.
- De lo cómodo a lo incómodo.
- De lo simple a lo complejo.
- De lo discreto al escándalo.
De gracia hemos recibido tanta palabra escrita, demos de gracia según la palabra viviente, ahí está la vida. Que la palabra de Dios deje de ser una posesión nuestra, el mero objeto de una identidad, y se convierta en el motor y guía de nuestras voluntades en la construcción de un mundo mejor para toda persona. Amén.