Brayan Alvarado 

Junio 2025

El escritor austríaco Stefan Zweig afirmó que la humanidad tiene sus momentos estelares. La historia está repleta de instantes clave donde el destino se teje y se desata de maneras sorprendentes. Al meditarlo con calma, podemos identificar acontecimientos que han sido un punto de inflexión para la aparición de lo inesperado, destellos que aún no han tomado forma pero que se erigen y sobreviven a nuestras horas más oscuras. Pentecostés podría ser uno de esos momentos.

A lo largo del año, la espiritualidad cristiana nos propone diferentes conmemoraciones y celebraciones para significar el tiempo, profundizar en el entendimiento de nuestra fe y dignificar la vida.  Ahora, 50 días después de la Pascua, el asesinato y la resurrección de Jesús, es el turno de la fiesta del Espíritu.

Las páginas del libro «Hechos de los apóstoles» narran la irrupción del Espíritu divino. De hecho, podría decirse que toda la obra es un elogio, un testimonio contundente de la acción de ese soplo de vida, energía, ánima, potencia creadora y aliento vital que históricamente se ha conocido como Ruah (hebreo y femenino), Pneuma (griego y neutro) y Spiritus (latín y masculino). Aunque es evidente que la actividad del Espíritu es anterior y trasciende la narrativa bíblica, su protagonismo pleno arranca en el capítulo 2. Allí se presenta un relato muy pintoresco y rico en símbolos: estruendo, huracán, lenguas como de fuego, algarabía, asombro y un entendimiento lingüístico cautivador, que sugieren el inicio de algo especial y verdaderamente paradigmático.

Por tanto, es comprensible que los símbolos de Hechos 2 acaparen la atención, convirtiéndose en lo principal del relato y llevando a descuidar su impacto posterior. A menudo caemos en la trampa del famoso proverbio oriental: «cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo». Sin embargo, para superar este malentendido, la teóloga alemana Uta Ranke-Heinemann, en su libro “No y amén: invitación a la duda”, señala que el Pentecostés de Hechos 2 no es el único de todo el libro. Sino que, a lo largo de Hechos:

El Espíritu desciende de continuo, a veces sobre una persona, a veces sobre todo un grupo. Receptores del Espíritu son los habitantes de Samaria (Hch. 8.17); también quienes escucharon el sermón de Pedro en Cesarea y a continuación hablaban en lenguas (Hch. 10.44ss); también recibieron el Espíritu, por ejemplo, 12 hombres en Éfeso que a continuación hablaban en lenguas y además vaticinaban (Hch. 19.6). (1998, pág. 98-99)

Así, quien lee el relato corre el riesgo, por un lado, de quedarse con los símbolos, sacralizarlos y absolutizarlos; por el otro, de sufrir una «tortícolis» al fijarse solo en el pasado y creer que todo tiempo anterior fue mejor. Pero es precisamente el mismo Espíritu el que nos convoca a un movimiento dialéctico: mirar hacia atrás, sí, pero sin dejar de ver hacia adelante, con los pies firmes en el presente. Por eso, el verdadero sustrato de la narrativa de Pentecostés no son los símbolos, un modelo de comunidad o una experiencia ideal, sino la memoria disruptiva de lo posible: donde las barreras se superan, las fronteras se desdibujan, la comprensión se alcanza, las desigualdades se reducen, la pluralidad se celebra y la convivencia se realiza.

En la clave teológica del Nuevo Testamento, este Espíritu impulsa la libertad (2 Cor. 3,17) y la profunda comunión entre lo diverso (Rom. 12 y 1 Cor. 12). De ahí que Pentecostés sea una memoria con potencial transformador para hoy. Es decir, una fuente inagotable de imaginación, apertura, frescura, novedad y dinamismo, pues toda la actividad del Espíritu puede entenderse como la fiesta de la pluralidad: diferentes idiomas, colores de piel, trasfondos culturales, espiritualidades, geografías, cosmovisiones y perspectivas, todas ellas reunidas, convergiendo y siendo testigas de la luz.

Ahora bien, es necesario sostener que, tanto la memoria como la narrativa del Pentecostés, son el fundamento para encarar y transformar la realidad, no para huir o aislarse de ella. De lo contrario, Pentecostés sería solamente metal que resuena o platillos que hacen ruido. Por tanto, no podemos cerrar los ojos ni los oídos ante la crueldad que nos rodea, como tampoco podemos bajar los brazos y dejarnos vencer en nuestros anhelos de reparar el mundo. Ya que, mientras haya niñas y niños muriendo a causa de los bombardeos, la falta de alimentos y medicamentos; mientras existan familias enteras destrozadas por desplazamientos forzados; mientras continúe el deterioro del planeta y sus múltiples ecosistemas; o mientras no hayamos construido espacios seguros y democráticos que garanticen la vida plena de las diferencias, debemos insistir.

Y como han dicho las iglesias cristianas de oriente, «Veni creator Spiritus» e ilumina nuestros caminos. Todavía no podemos apagar la luz e ir a la cama, nos queda mucho por hacer. ¡Este es nuestro momento estelar!

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Ranke-Henimann, Uta. (1998). No y amén: invitación a la duda. Madrid: Trotta.